¿Por qué son estos y no otros los libros que forman parte de la Biblia?

Queridos inquietos lectores, queridas inquietas lectoras. Investigando sobre el tema de la resurrección, de mis anteriores dos post, me he topado con cantidad de escritos apócrifos que la describen y que, siendo contemporáneos a otros libros de la Biblia, no se han incluido en ella. La cuestión que me asaltó fue ¿por qué? Lo que quiero daros a conocer hoy es cómo y cuándo se ha decidido qué libros forman parte de la Biblia y cuáles no. Me ha sorprendido que la decisión fue difícil, tanto que al final no se llegó a un pleno acuerdo.

Es curioso que la resurrección carnal del final de los tiempos, que sólo se entrevé en algunos pasajes del Antiguo Testamento, sea objeto de descripciones detalladas en algunos apócrifos. Por supuesto, la palabra "apócrifo" no quiere decir "falso" -como yo pensaba hace tiempo- sino simplemente "que no forma parte de la Biblia". Por el contrario, los elegidos para formar parte de la Biblia se denominan "libros canónicos", que viene de la palabra griega "canon" que originalmente significa "medida" y más adelante pasó a significar "regla" o "norma".
Rollo de la Toráh

La Biblia, más que un libro, es una biblioteca. Frecuentemente encontramos que los libros se atribuyen a un autor que no puede ser auténtico (llamado "pseudónimo"), y en esto hay acuerdo unánime entre todos los especialistas de todas las religiones. Por ejemplo, el libro del profeta Isaías está redactado por numerosos autores, que escribieron en nombre del auténtico Isaías (siglo VIII aC) con un estilo tan similar que es difícil determinar exactamente cuántos fueron. Algunas de las adiciones al libro de Isaías son tan tardías como el siglo V (¡tres siglos más tarde!). Esto -que ocurre con muchos otros libros de la Biblia- muestra que durante siglos la Biblia fue un libro vivo, al que los más inspirados fueron insertando adiciones. En toda la Antigüedad (incluído el siglo I de nuestra era, cuando se escribió el Nuevo Testamento) no se consideraba inmoral escribir un libro y ponerle el nombre de un santo o sabio famoso (incluyendo también escritos profanos), porque el autor entendía que podía hablar perfectamente en nombre del santo o sabio, después de haber meditado sus escritos durante muchos años, o incluso después de haberle escuchado personalmente. Por ejemplo: en el Nuevo Testamento hay cinco escritos atribuidos al apóstol San Juan, el hijo de Zebedeo. Pues bien, bien pudiera ser que NINGUNO de los cinco fuera escrito por el tal. Sólo el Apocalipsis dice estar escrito por un tal Juan, pero no se indica que sea el apóstol. Y las dos últimas cartas (que dicen estar escritas por un cierto "presbítero" -anciano, en griego-) parece que fueron escritas por un tal Juan el Presbítero, que el obispo Papías de Hierápolis (siglo II) distingue perfectamente del apóstol Juan. Debemos, por tanto, culpar a la piedad popular -no malintencionada- el haber atribuido estos libros al más famoso de los muchos Juanes que debieron existir.

La Biblia hebrea, la que usan los judíos de hoy día, y también los protestantes, contiene tan solo 24 libros. Este número seguramente se ha elegido por ser "simbólico", porque Josefo (a mediados del siglo I dC) decía que la biblia hebrea constaba de veintidós libros, así que se debieron incorporar un par de libros más a final de siglo "para redondear". En torno al año 400 aC (no antes), algunos sabios como Nehemías emprendieron la tarea de recopilar escritos que se consideraban sagrados, pero se siguieron añadiendo escritos con posterioridad a esta fecha. Algunos son tan recientes que fueron escritos unos 100 años antes de Cristo, como Jonás, Lamentaciones y Daniel. Sin embargo, cuando se fijó el canon hebreo (hacia finales del siglo I dC, solo unas décadas antes que el Nuevo Testamento), uno de los criterios utilizado fue que tenía que ser anterior al año 400 aC -cuando se supone que cesó la inspiración profética-. El libro de Jonás es, por supuesto, pseudónimo, y los sabios que decidieron el canon hebreo picaron el anzuelo y creyeron que se trataba del Jonás original. El libro de Daniel supuestamente se comenzó a escribir por el sumo sacerdote Esdras alrededor del año 400 aC y por eso fue admitido, aunque sus partes más recientes (las que hablan de la resurrección) ni siquiera fueron escritas en hebreo, sino en arameo (la lengua común en Judea en tiempos de Cristo).

Hacia el siglo II aC un grupo de 70 eruditos decidieron traducir la biblia al griego, el idioma más hablado en el Mediterráneo Oriental. Se suele denominar la "Septuaginta" o la versión de los LXX (setenta). Esta biblia estaba destinada a los judíos que vivían en la "Diáspora", dispersos por todo el Mediterráneo, que no entendían el idioma hebreo. Los judíos más ortodoxos nunca aprobaron dicha traducción, pues pensaban -y todavía piensan- que las palabras hebreas en sí son sagradas y no se pueden traducir, aferrándose al dicho: "Traductor, traidor". De hecho, al traducir la biblia, los versículos que hacen referencia velada a la resurrección carnal (ver post anterior), fueron traducidos con palabras mucho más elocuentes, manifestando la creencia cierta de los 70 autores en la resurrección. De esta versión griega ha salido el Antiguo Testamento cristiano. Sin embargo, se dejaron atrás unos cuantos libros -no se sabe por qué- a pesar de que fueron citados por los Padres de la Iglesia (sabios del siglo II dC). ¿Por qué se basaron en la versión griega en vez de en la hebrea? Seguramente porque era la que usaba San Pablo y todas las comunidades que él fundó, aunque también la mayor claridad a la hora de expresar la resurrección jugó su papel. ¿Y por qué en la biblia hebrea, que se constituyó más tarde, se dejaron atrás muchos libros de la Septuaginta? Seguramente porque en los años en los que se fijó en canon hebreo (fines del siglo I dC) el judaísmo trataba de establecer marcadas diferencias con el cristianismo, y quizás por eso quiso eliminar los libros que hacían una referencia más explícita a la resurrección, que son precisamente los más tardíos, y por ello fijaron en el año 400 aC "el fin del tiempo de los profetas". Sin embargo, entre los rabinos el intenso debate a propósito de la resurrección del final de los tiempos se prolongó durante siglos, resultando vencedora la posición a favor de la resurrección hacia el siglo II dC. Para que veáis qué relativo es todo y cómo se pueden manejar las cosas.

Con respecto al Nuevo Testamento, durante casi cien años las comunidades cristianas consideraban como sagradas tan solo las escrituras del Antiguo Testamento. Así debe entenderse 2 Tm 3 15: "Toda escritura es inspirada por Dios". Los escritos cristianos de San Pablo y otros autores contemporáneos circulaban por las comunidades y eran leídas en las celebraciones litúrgicas, aunque todavía no estaban recogidas en un libro ni su número estaba delimitado. El primer intento por distinguir los textos cristianos "inspirados" por el Espíritu Santo de otros escritos no inspirados fue realizado por Marción a comienzos del siglo II dC. Marción, fiel seguidor de San Pablo, tenía ideas próximas a los gnósticos (ver post) y por ello determinó que el Dios del Antiguo Testamento era un Dios malvado, o al menos, inferior al Dios creador Padre de Jesucristo. Por supuesto, fue considerado hereje por la Iglesia, pero consiguió numerosos adeptos, lo cual sorprende porque para pertenecer a sus comunidades había que aceptar unas rigurosas reglas ascéticas. La Biblia de Marción contenía tan solo diez cartas de Pablo y el evangelio de Lucas. Además, Marción eliminó algunos pasajes que hablaban demasiado bien del Dios del Antiguo Testamento. En esto fue más allá que los gnósticos, que admiten el Antiguo Testamento, pero interpretándolo a su modo. Marción justificaba su postura en la afirmación de Pablo de que la Ley de Cristo (la ley del Amor) es superior a la Ley de Moisés, que es imposible de cumplir y, por tanto, destinada a hacer sufrir a los hombres.

No hay actas de ningún Concilio en el que se decidiera los libros que formarían parte del Nuevo Testamento, pero sí parece que fue como reacción al canon de los marcionitas. Hacia el año 200, en Roma, el Nuevo Testamento estaba formado por los cuatro evangelios, 13 cartas de San Pablo (no se incluía la de los Hebreos), otras tres cartas, y dos Apocalipsis: el nuestro de Juan y otro atribuido a San Pedro. Podríamos preguntarnos ¿por qué se quitó este apocalipsis de San Pedro? De hecho, sólo el Nuevo Testamento de Roma lo incluía. ¿Quizás descubrieron que San Pedro no fue su autor auténtico? Tampoco las cartas de San Pedro parecen haber sido escritas por éste, al menos la segunda, que la mayoría de los críticos sitúan hacia el año 110 dC, siendo así el escrito más tardío del Nuevo Testamento. De hecho, la segunda carta de Pedro no formaba parte de ninguno de los Nuevos Testamentos conocidos hacia el año 200. También hacia este año, la epístola a los Hebreos formaba parte del Nuevo Testamento solo en el norte de África, pero se atribuía a Bernabé, acompañante de San Pablo en sus viajes (más tarde se atribuyó a San Pablo, aunque actualmente esto no lo defiende nadie). Por tanto, no parece que haya sido un requisito para entrar en el Nuevo Testamento que la autoría se atribuya a uno de los apóstoles (Marcos y Lucas tampoco lo fueron).

Como conclusión, el Nuevo Testamento se fue formando gradualmente, conforme los Padres de la Iglesia iban utilizando citas para refutar las distintas herejías que iban surgiendo, que no fueron pocas. Al final, los libros más citados se consideraron "sagrados". Sin embargo, el Apocalipsis de Juan fue el libro que más tardó en ser admitido por los cristianos orientales. El argumento más usado era que su lenguaje y temática era tan diferente del evangelio de San Juan que parecía imposible que lo hubiera escrito la misma persona. Sólo fue admitido en el año 367 y aún hoy, las afirmaciones que hace del "Reino de los Mil Años" y otras muchas son pasadas por alto, cuando durante siglos se interpretaron literalmente. Algunas iglesias de Siria no admitieron nunca el Apocalipsis, al igual que la segunda carta de San Pedro y las atribuidas a Juan el Presbítero. Por otro lado, para los cristianos occidentales el caballo de batalla fue la Epístola a los Hebreos, que no fue admitida hasta el año 400 aproximadamente, debido a que su autor no admite una segunda penitencia para pecados graves después de haber recibido el bautismo, y por este motivo parecía imposible que San Pablo la hubiera escrito. Por otra parte, la iglesia de Abisinia y la de Armenia admiten en el Nuevo Testamento algunos libros considerados generalmente como apócrifos.

En suma, el Nuevo Testamento se formó como un pacto de distintas tendencias dentro de la Iglesia, lo que explica que en su seno se encuentren algunas contradicciones, o al menos, diversos enfoques teológicos. Con los conocimientos que proporciona la ciencia filológica y el análisis de textos, los escritos del Nuevo Testamento deberían ordenarse cronológicamente y por autores, para poder hacer una lectura más lógica y coherente. La conclusión es que EL MENSAJE DE LA IGLESIA ESTÁ POR ENCIMA DE LOS ESCRITOS: se han escogido estos porque son los que mejor cuadran con el mensaje. Y tampoco interesa buscar la intención original de los pasajes que no encajan, sino INTERPRETARLOS de modo que casen con el mensaje que se quiere transmitir. Es decir, la Iglesia utiliza los documentos históricos como apoyo catequético para la transmisión de un mensaje, que no deriva de dichos textos, sino de una tradición. Pero los mismos textos confirman que ESA TRADICIÓN NO HA SIDO SIEMPRE LA MISMA, es decir, no es inamovible -de hecho, aún hoy continúa su deriva, porque está claro que el mensaje de la Iglesia actual ha evolucionado con respecto al mensaje medieval- y no es uniforme, porque siempre ha habido divergencias con respecto a algunos puntos, aunque también siempre ha habido una corriente mayoritaria que trata de imponer su punto de vista. Lo que hoy día es una herejía, en el primer siglo pudo ser la forma de pensar generalizada, pero esto lo desarrollaremos en futuros post.

Como fuentes de información para este post he utilizado las introducciones que aparecen en la Biblia de Jerusalén, y los libros "Los Cristianismos Derrotados" de A. Piñero y "La Resurrección del Hijo de Dios" de N. T. Wright.

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